A veces recuerdo el bosque en el que vivía. Tan oscuro,
siniestro, aterrador…
De aquella época de mi infancia recuerdo el miedo, sobre
todo, ante todo, el miedo.
Había soledad, tristeza, hambre, frío… pero el miedo… era
aterrador. Lo cubría todo con su manto. Era infinito. Me desbordaba.
Me decía todos los días que tenía que seguir. Fuera como
fuera. Pero la mayor parte del tiempo no encontraba la manera. Tenía fuerzas,
pero el mundo estaba dándome la espalda y el miedo… me rompía cada noche.
Tenía apenas 13 años y sentía que mi vida se acababa. Que
estaba sola. Que nadie me querría nunca. Había hecho algo que jamás habría
podido evitar… nacer. Y eso había marcado toda mi existencia.
Nacer había sido mi castigo y el de muchos. Por nacer, la
vida de otros había acabado. Por nacer, era la culpable de los males de aquellos que debían quererme. Por nacer… el
mundo… se había vuelto negro.
Pensaba en la muerte constantemente. Pero algo dentro de mí
me pedía que siguiera adelante. Algo me decía que, en alguna parte, escondida,
recóndita, lejana… yo encajaría, como la pieza de un puzle, y mi existencia
dejaría de ser una tragedia.
Mi cabecita y yo estábamos solas. Diseñábamos estrategias de
supervivencia y funcionaban. Yo seguía a pesar de todos, incluso de mi misma,
en este mundo.
Miraba a otros niños de mi edad en los parques, jugando,
corriendo, riendo… imaginaba sus vidas y me hacía protagonista de ellas. Escuchaba
sus nombres y, en mi cabeza, me hacía su amiga. Sin tocarles, sin acercarme.
Sin hablarles. Para no romper su felicidad con mi presencia. Para no causar
dolor.
Cuando los parques quedaban vacíos jugaba en ellos. Yo sola.
Imaginado que todos aquellos niños me rodeaban, me sonreían, me aceptaban y
compartían sus risas conmigo. Hablaba con ellos, decía sus nombres y, en mi
cabeza, ya no estaba tan sola.
Luego, al llegar la noche, volvía el miedo.
Apenas dormía. Siempre tenía que estar alerta. Pasaba las
noches ideando la manera de conseguir lo que mi hermana y yo necesitábamos.
Comida. Ropa. Material escolar…
Tenía una relación de portales donde dejaban ropa para la
Iglesia y me colaba en ellos para buscar ropa de abrigo.
Pedía dinero para el autobús a la gente por la calle… y me
lo gastaba en bocadillos. Nos colábamos en el supermercado del barrio y
comíamos a escondidas entre los estantes. Íbamos a ver a vecinos a la hora de
la comida, con la excusa de que nuestra madre no estaba y se nos habían olvidado
las llaves. Siempre acaban poniéndonos un plato en su mesa.
Un día salimos de la casa de la vecina de al lado y bajamos
en ascensor al bajo, para luego subir de nuevo al rato y entrar en casa. Mi
hermana siempre me seguía, sin decir nada. Si yo lo hacía ella también.
Saqué las llaves de mi mochila y abrí la puerta de casa.
Entonces mi hermanita me pegó un tirón del brazo, me miró fijamente y me dijo: “Siempre
dices que mentir está mal. ¿Por qué mientes tú a los vecinos entonces?”
Yo me quedé petrificada. Mirando a esa niña que no apartaba
sus grandes ojos negros de mi cara. Y la dije: “Porque lo necesitamos. Pero
nunca te mentiría a ti. Somos un equipo. Jamás me mientas y tampoco me delates”.
Mi niña me regaló una de sus hermosas sonrisas. Me dio un
abrazo y me dijo uno de aquellos “Te quiero mucho, Mia”, que te llenaban de
amor al instante.
Me pasé aquella tarde pensando si lo que estaba haciendo, lo
que la estaba enseñando, era correcto. Pensaba si aquella pequeña desaliñada,
cariñosa y débil no era otro de esos seres cuyo mundo mejoraría si yo no
estuviera.
Ella tampoco tenía amigos. Sólo me tenía a mí. Otra niña,
que intentaba hacer de madre, sin saber por dónde empezar. Una niña que tomaba
decisiones por las dos y la llevaba a cuestas, cual mochila, por caminos que no
estaban hechos para un corazoncito tan grande como el suyo.
Sin usar las palabras, sin darla explicaciones, la estaba
enseñando a robar, a mentir, a fingir… pero yo no encontraba otro camino. Me
decía a mi misma que era la única manera de sobrevivir pero sabía que había
otra, una en la que probablemente nos separarían, y yo no podría protegerla,
pero tampoco hacerla daño. Al menos tendríamos ropa y comida.
Habían pasado demasiados años así y yo estaba muy cansada. A
veces sentía que caminaba por inercia, sin rumbo, sin sentido y que sólo esa
pequeña criaturita era capaz de levantarme cuando me caía.
Quizás mi niña era más fuerte de lo que yo pensaba. O quizás
yo era más fuerte gracias a ella y ella lo era, gracias a mí. Fuera como fuese,
éramos un equipo y estábamos completamente solas. Si la perdía mi mundo se
acabaría. Eso me daba más miedo aún.
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