Samuel L. Jackson
Así se llamaba mi bebe. Mi Samito.
Cuando llegó a nuestras vidas era un pegotillo travieso de
apenas 3 meses. Venía de la calle y se las sabía todas.
Me impresionó la valentía de esa “cosita pequeña”, paseando
tranquilamente por el salón mientras todos le observábamos, sin miedo alguno,
como si supiera desde el primer segundo que era su casa, que éramos su familia.
Dama y Oso no entendían a qué había venido ese pequeño
bichito de repente a nuestra casa. A su territorio.
Se acercó a mí ronroneando y me lamió. Oso y Dama bajaron de
sus respectivas fortalezas. La una olisqueando, el otro bufando sin parar.
Sam se volvió hacia Oso, ronroneando, ignorando sus bufidos.
Y le lamio la cara. Oso dio un salto atrás y siguió bufando. Sam volvió a
acercarse a él ronroneando.
Dama y yo nos mirábamos incrédulas.
Oso se subió al respaldo del sillón y se quedó ahí sentado.
Como si Sam no pudiera alcanzarle ahí arriba. Sam subió por el otro lado y se
sentó también ronroneando y mirando fijamente a mi rey.
Oso se tumbó a dormir, como resignado. Y Sam hizo lo mismo
justo en la otra punta del respaldo.
Esa misma noche Sam dormía con Oso y éste le lamía todo el
cuerpecito.
Así se ganaba a la gente mi pequeño actor. Tozudez y cariño.
Era todo amor. No hacía caso a los desprecios porque sabía que con amor y
paciencia todo se solucionaba.
Cambié toda la casa para él. Me destrozó sillones,
figuritas, cortinas… hasta que decidí hacer una casa sólo para Sam. Sin
cortinas, sin figuritas, sin plantas, sin alfombras y con un sillón sólo para
él.
Se subía a todas partes y luego no sabía bajar. Oso y Dama
me maullaban para avisarme de donde estaba Sam y que pudiera bajarle.
Se daba carreras por todo el salón y el pasillo y su
ronroneo se oía desde la otra punta de la casa, era como si llevara un megáfono
en su pequeño cuerpecito.
Se escondía cuando le regañaba debajo de los sillones y
luego sacaba su cabecita poco a poco y venía despacio hacia mí, con su ronroneo
y se restregaba contra mis piernas. Era imposible no enamorarse de él.
No sé cuánto tiempo estaré abriendo la puerta de casa con
cuidado para que mi pequeño explorador no se escape a cotillear el mundo de
fuera.
Ayer le regañé por su manía compulsiva de meter la patita en
el arenero solo para remover la arena y sacarla fuera. Luego vi que era Karim,
mi sobrino-gato. Y me di cuenta de que Sam no estaba, otra vez.
No todos nuestros pequeños se llevan bien entre ellos, pero
todos y cada uno se llevaba bien con
Sam, le protegían, le lamían constantemente… quizás ellos sabían que le pasaba
algo, que en realidad era el más débil físicamente, aunque fuera el más
intrépido.
Le echo de menos en todo. Aquí tumbada en el sillón, porque
no está dando mimos. En las carreras de por las mañanas como un loco. Cogerle
antes de darle su comida para mimosear un rato. Sus travesuras y el disimulo
posterior. Su recibimiento en la entrada de casa… mi pequeño perri-gato.
Mis chicos están destrozados. Oso se ha pasado unos días
enfadado, sin querer que le cogiera. Mi oso, que deja cualquier cosa por estar
en mis brazos. Dama está triste, llora más que nunca. Se aísla, ya no me
persigue a todas partes como si fuera mi pequeña lapita. Karim está perdido. No
para de buscar a Sam porque era el único que dormía y jugaba con él. Me da
mucha pena Karim, se ha quedado muy solo.
Pipa les provoca a todos para ver si juegan con ella como
hacía Sam, pero la bufan. Esas cosas solo las sabía hacer Samito, él era así de
tolerante, tenía ese corazón enorme.
Mi padre me regaño por mi afán con “las almas perdidas”. En
este caso era por los animales. Nunca lo entendió. El amor que les tengo. Más
que a muchos humanos.
Siempre estuvimos rodeadas de animales en la infancia, mi
hermana de perros, yo de gatos. Pero hubo dos, que me marcaron, me llenaron el
corazón, me protegieron. Y otro, que sacó toda mi ternura a relucir en los
peores momentos.
El primero fue Benito, en el pueblo. Un gato negro,
callejero, que no paraba de jugar conmigo. Dormía conmigo en el salón, porque
yo no tenía habitación y me despertaba todas la mañanas mordisqueándome la
nariz. Era un gato listo, cariñoso y fuerte. Un día se fue y nunca más volvió.
El segundo fue Copito, un siamés un poco gruñón que se
convirtió en mi ángel de la guarda. Me protegía de todo. Sobre todo de mi
madre. Cuando me gritaba, cuando se volvía agresiva, Copito se ponía delante
erizado a bufarla. Me parecía increíble el valor de mi chico, tan pequeño y tan
valiente. Hacía lo que nunca había hecho nadie por mí. Me enseño lo que era la
lealtad.
Cuando lloraba venía a lamerme las lágrimas y a ronronear.
Recuerdo todavía su lengüita de lija, su olor y ese sonido tan familiar.
Me obligaron a entregarle a otra familia y fue lo más
horrible que pude hacer nunca. Despedirme de aquel ángel protector y quedarme
sola. Murió, según me dijo aquella familia, de pena. No salía, no comía, no
bebía… fue mi amigo y mi protector durante casi 4 años.
El tercero fue un perrito. Pipo. Un mestizo pequeño, nervioso
y cariñoso. Con orejotas caídas y la cara más tierna y bonita del mundo. Era de
mi hermana. Nos adoraba. No le cabía todo el amor que tenía en ese pequeño
cuerpecito. Apareció junto con sus hermanitos en un contenedor. Era el único
que intentaba andar. Mi hermana y yo nos enamoramos de él en cuanto le vimos.
Nos daba algo de miedo que Copito no le aceptara, pero se vino a casa con
nosotras.
Copito y él hicieron un tándem increíble. Pipo era todo amor
y ternura. Copito era todo fortaleza y valor. Sacábamos a Pipo a la calle y
Copito venía detrás, subido a las vallas observándole para que nadie se le
acercara. A veces no le veíamos, pero si un perro ladraba a Pipo, Copito
aparecía de la nada para bufar y arañar al que fuera que estaba molestando a su
amigo.
Pipo iba siempre persiguiendo a mi hermana. Ella se pasaba
el día jugando con él y corriendo por la casa. A veces se ponía tan nervioso y
movía tanto el rabito al verla que se daba contra el marco de una puerta y se
hacía una herida.
Mi madre biológica se deshizo de Pipo. Nos contó una
historia extraña que nunca nos creímos y nos dijo que había desaparecido.
Éramos unas niñas y aquellos bichitos eran nuestros únicos y
mejores amigos.
Cuando me divorcié y me hospitalizaron adopté a Oso y Dama.
Él todo amor. Ella todo miedo e inseguridad. Pasé días y días en casa, sola,
con mis dos pequeños durante el primer año. Cuando mis hijos no estaban y yo no
podía moverme, eran mi único apoyo.
Siempre juntos los tres. Hasta en el baño.
Oso se convirtió en el protector de Víctor y Dama en mi
lapita. Adoptamos a Sam un año después. Nadie lo quería porque era muy negro.
Nosotros nos enamoramos de él sólo con ver su foto.
Cuando nos lo trajeron a casa nos dimos cuenta de que había
nacido para ser de nuestra familia. Era el centro de atención. Por su cariño,
por sus juegos… y por Vero, que le adoraba.
Cuando se lo he dicho a mi niña se ha venido abajo. Se la
han caído las lágrimas y no podía dejar de llorar. No he conseguido consolarla
y al final se ha encerrado en su cuarto a llorar. Se ha pasado ahí casi una
hora.
La oíamos, pero quería estar sola y había que respetarla. No solo era mi
hijito… era su amigo, el que la enredaba el pelo por las noches, el que jugaba
con ella. El que la recibía todos los días a la entrada de casa y arañaba su
puerta para que saliera de la habitación por las mañanas.
Se me ha roto el corazón de verla así. Miles de recuerdos
han pasado por mi cabeza. La rabia, la desazón, la impotencia de ver así a mi niña. Nadie puede devolvérnoslo. No puedo consolarla por muy buena madre que sea. Solo puedo llorar, como ella y dejar que aprenda a llevar esto.
La “loca de los animales” me dijo mi padre el otro día cuando adoptamos a Pipa. Si. Puede que lo
sea. Pero nadie da tanto a cambio de tan poco.
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